Παρασκευή 31 Ιουλίου 2009

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Grabado del fin del siglo XIX

Παρασκευή 24 Ιουλίου 2009

ΛΑΚΑΝ: ΑΛΚΙΒΙΑΔΗΣ, Ο ΑΝΘΡΩΠΟΣ ΤΗΣ ΕΠΙΘΥΜΙΑΣ

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Flewelling Ralph Carlin (EEUU, 1894-?)
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Las Cosas del Amor
Gustavo H. González
Profesor Jefe de Trabajos Prácticos de la Universidad Argentina John F. Kennedy
Maestrando en Psicoanálisis - Licenciado en Psicología - Psicoanalista
Freud y el amor
Freud introduce el término transferencia por primera vez en 1893 y desde los inicios, la transferencia, toma de la mano al amor. En sus Estudios sobre la histeria nos dice: “...la enferma se espanta por transferir a la persona del médico las representaciones penosas que afloran desde el contenido del análisis (...) La transferencia sobre el médico acontece por enlace falso.”.
Situándola así, de entrada, como un error sobre la persona, como una mésaliance, un matrimonio inconveniente o mal casamiento; viendo allí una sustitución, operatoria dependiente de la cadena significante.
En una de sus cartas a Fliess menciona cómo una situación primera trae aparejada una segunda, en referencia a una paciente que sintió un deseo irrefrenable de estamparle un beso. Señalando de esta manera que el contenido del deseo había surgido en la conciencia de la enferma, pero privado del recuerdo de circunstancias conexas capaces de ubicarlo en el pasado: “…y en virtud de la compulsión a asociar (…) el deseo ahora presente fue enlazado con mi persona (…) a raíz de esa mésalliance…”. Esa mujer se arroja a sus brazos porque en el pasado aparto de si misma el anhelo de besar al hombre prohibido. Siendo esta supresión causa de la insistencia y el retorno de lo sofocado.
Freud advirtió que la transferencia era cosa del amor, o que el amor era cosa de la transferencia, no pensó que la paciente lo amaba, por ello antepuso, puso en primer término, la cadena del recuerdo ya postó a la asociación libre. Dio cuenta que no necesitaba ser amado para obrar.
Al respecto Eric Laurent precisa: “Después de todo, los médicos también han meditado sobre el hecho de que para obtener un resultado en el mundo más vale ser temido que amado, y que hay todo un manejo de la relación médico-enfermo en que, por cierto, está no sólo el amor al médico, sino también el temor al médico; y los médicos, en el curso de las épocas, y en nuestros días, aún continúan tocando en eses registro. Ni amado, ni temido; Freud, después de todo, no parece pedir como afecto, si se quiere, nada más que el respeto, (…) como una buena distancia con respecto a las cosas: tenerlas a raya.”
Freud ve el punto de partida en el error, señala que es éste quien está primero en el dispositivo Nos aclara lo genuino del amor de transferencia, pero deja cuestionado lo genuino del amor
Lacan y al amor
Lacan redefine la transferencia freudiana como una relación con el saber, una relación epistémica. El amor al saber está presente en la estructura misma de la situación analítica.
En su Seminario del 60 dedicado a interrogar este concepto freudiano, al inicio de sus clases, sitúa la disparidad subjetiva en la transferencia, propone la noción de disimetría en la relación analítica y deja excluido el plano de la intersubjetividad.
Para introducir las cosas del amor en la transferencia propiamente analítica, busca por fuera del análisis y toma como modelo del amor de transferencia al amor de Alcibíades por Sócrates, manifestado por Platón en el Banquete.
El Banquete obra maestra sobre el Eros, es la elegida por Lacan. Y si bien no desconoce la influencia cultural de esta obra, queda prendado de Sócrates, de ese hombre que fue tan insoportable para los ciudadanos griegos que llegaron a matarlo: “Sócrates, así puesto en el origen digámoslo ya, de la más prolongada transferencia (...) que haya conocido la historia. Pues se los digo ya, tengo la intención de hacerlo sentir, el secreto de Sócrates estará detrás de todo lo que este año diremos sobre la transferencia.
Este secreto Sócrates lo ha confesado. Pero, no es por haber sido confesado que un secreto deja de ser un secreto. Sócrates pretende no saber nada salvo saber reconocer qué es el amor, y nos dice –paso al testimonio de Platón, especialmente en el Lysis- saber reconocer infaliblemente, dónde éllos encuentra, dónde está el amante (erastés) y dónde está el amado (erómenos)”
En el Lysis Sócrates confiesa su ignorancia, asegura no saber nada, pero hace la excepción respecto de las cuestiones amorosas: “pero respecto a éste tema la divinidad me ha hecho un don: ser capazde reconocer rápidamente a un amante tan bien como a un amado”.
El Banquete consiste en una serie de Elogios del amor, (elogio en el sentido de un ejercicio conceptual, un intento de hacer una teoría), organizados en discursos pronunciados por los participantes.
Los estudiosos de la filosofía señalan la llegada y discurso de Alcibíades, hombre de los excesos del escándalo, que nos explica, borracho que pasó entre él y Sócrates, como un trozo desprovisto de significación filosófica que no aporta nada al tema del amor; a diferencia de Lacan quien toma este discurso como la verdad de la tesis.
Alcibíades y el amor
Alcibíades llegó al Banquete completamente bebido portando una corona de hiedra, violetas y cintas en su cabeza, así lo ayudaron a penetrar en el recinto y se dispuso a elogiar a Sócrates pormedio de una imagen para expresar su verdad: “Sócrates es parecidísimo a esos silenos puestos en los talleres de escultura, que los artesanos representan con una flauta (…) abiertos por la mitad, muestran lo que hay en su interior: ¡estatuillas de dioses!”, nos dice Alcibíades, precisando lo agalmático de su amado, esas cosas preciosas y brillantes que suponía en su interior, esas cosas del amor que hacían causa de su deseo.
Pero Alcibíades avanzó un trecho más y relató públicamente cómo Sócrates aun en su cama se había rehusado a responder al amor: “(…) y sabed bien, (…) que cuando me levanté después de haber dormido junto a Sócrates no había habido nada más extraordinario que si hubiera dormido junto a mi padre o a un hermano mayor.”
Este amor de Alcibíades por Sócrates es el modelo del amor de transferencia. Lacan nos ubica diciéndonos que el punto en torno del cual gira todo aquello de lo que se trata en el banquete es la cuestión de lo que nos concierne aquí, su relación con la transferencia.
Es interesante porque plantea al banquete como una especie de sesión psicoanalítica, donde algo sucede, una especie de exabrupto, que produce malestar, algo que interrumpe la progresión del diálogo: la presencia de Alcibíades. Si pensamos a esto como una sesión psicoanalítica lo que irrumpe y detiene las asociaciones es el “amor”, “amor de transferencia”.
Lacan se preocupa por articular lo que pasa en el amor en el nivel de la pareja que son las dos funciones la del amante y la del amado. El amante es el sujeto del deseo. El amado, aquel que en esa pareja parece que tiene algo. La cuestión es saber si lo que este “tiene”, tiene una relación con aquello de lo que le amante carece, es decir con lo que el sujeto del deseo carece.
Se propone captar la dialéctica del amor: “ella nos permitirá ir más allá, a saber: captar el momento de balanceo, el momento de vuelta o de la conjunción del deseo con su objeto, en tanto que inadecuado…” En ese momento de balanceo dialéctico, dice, vamos a ver surgir esta significación que se llama amor.
El erastés es a quién le falta, aquel que careciendo de algo puede desear, es un sujeto marcado por una pérdida. Si lo pensamos desde una dimensión fálica, “el que no tiene”, Lacan añade que en el lazo del amor no sólo está en juego el tener - no tener, hay algo que se sitúa en el nivel del no saber.
Por tanto el erastés no sabe lo que le falta.
El erómenos, es el objeto amado “aquel que no sabe lo que supuestamente tiene escondido, tal vez allí radique la clave de su atractivo. Vemos que el amor está verdaderamente habitado por un no saber, por una ignorancia estructural.
“Entre estos dos términos que constituyen, en su esencia, el amante y el amado, observen que no hay ninguna coincidencia. Lo que le falta a uno, no es lo que está escondido en el otro. Y ahí está todo el problema del amor (...)”.
Lacan intenta cernir una lógica del amor, para ello recurre a la sustitución significante en donde un término adviene en lugar de otro y precipita una significación. Metáfora del amor que enuncia de esta manera: “Es siempre y cuando que la función dónde esto se produce del erastés, del amante, siempre y cuando sea el sujeto de la falta, quién venga en el lugar, se sustituya a la función del erómenos que es objeto, objeto amado, que se produce la significación del amor.”
Por ello, por efecto de la sustitución, cuando se produce la metáfora del amor siempre hay algo completamente inexplicable, casi milagroso. Utiliza una imagen es como si, cuando uno adelanta su mano en dirección de las rosas que quiere agarrar, de las flores mismas saliera una mano que se dirige en dirección a uno para transformarlo en flores. La imagen dice: del lado del erómenos responde como erastés, dice también que en el amor se establece una relación de sujeto a sujeto.
“Donde había amado, emergencia del deseante”.
La metáfora del amor
Lacan nos manifiesta cuales eran las intenciones de Alcibíades; quería asegurarse el ágalma, quería hacer caer a Sócrates de su posición de sujeto hasta la posición de objeto a su servicio, revelándonos una cara del amor poco ideal.
Por otra parte nos habla de Sócrates, de su deseo, de lo claro que queda su negativa como Erómenos, de su rehusámiento a caer en las redes del amor.
Observemos que Sócrates sabe algo acerca de su ágalma, no ignora que no contiene ningún objeto que valga la pena, se sabe continente de un vacío. A Sócrates el amor y la exigencia de Alcibíades lo dejan indiferente, no le producen el efecto metafórico, se rehusa a la metáfora del amor.
Y basta con leer a Freud en sus Puntualizaciones sobre el amor de transferencia, entre otros de sus artículos, para notar su tranquilidad ante el amor de transferencia.
En Sócrates y en Freud, encontramos la posición que Lacan quiere indicarnos: la del sujeto que no cree en su propio ágalma, que no sucumbe ante la seducción del amor; aquel que ante las cosas del amor, no pierde su tranquilidad.

Τρίτη 14 Ιουλίου 2009

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Sócrates enseñando a Alcibíades (grabado anónimo, 1821)

Σάββατο 4 Ιουλίου 2009

ΠΛΑΤΩΝΟΣ: ΣΥΜΠΟΣΙΟΝ

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Anselm Feuerbach (Alemania, 1829–1880): Simposio
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(...)No mucho después se oyó en el patio la voz de Alcibíades, fuertemente borracho, preguntando a grandes gritos dónde estaba Agatón y pidiendo que le llevaran junto a él. Le condujeron entonces hasta ellos, así como a la flautista que le sostenía y a algunos otros de sus acompañantes, pero él se detuvo en la puerta, coronado con una tupida corona de hiedra y violetas y con muchas cintas sobre la cabeza, y dijo:
--Salud, caballeros. ¿Acogéis como compañero de bebida a un hombre que está totalmente borracho, o debemos marcharnos tan pronto como hayamos coronado a Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer, en efecto, dijo, no me fue posible venir, pero ahora vengo con estas cintas sobre la cabeza, para de mi cabeza coronar la cabeza del hombre más sabio y más bello, si se me permite hablar así. ¿Os burláis de mí porque estoy borracho? Pues, aunque os riáis, yo sé bien que digo la verdad. Pero decidme enseguida: ¿entro en los términos acordados, o no?, ¿beberéis conmigo, o no?
Todos lo aclamaron y lo invitaron a entrar y tomar asiento. Entonces Agatón lo llamó y él entró conducido por sus acompañantes, y desatándose al mismo tiempo las cintas para coronar a Agatón, al tenerlas delante de los ojos, no vio a Sócrates y se sentó junto a Agatón, en medio de éste y Sócrates, que le hizo sitio en cuanto lo vio. Una vez sentado, abrazó a Agatón y lo coronó.
--Esclavos --dijo entonces Agatón--, descalzad a Alcibíades, para que se acomode aquí como tercero.
--De acuerdo --dijo Alcibíades--, pero ¿quién es ese tercer compañero de bebida que está aquí con nosotros?
Y, a la vez que se volvía, vio a Sócrates, y al verlo se sobresaltó y dijo:
--¡Heracles! ¿Qué es esto? ¿Sócrates aquí? Te has acomodado aquí acechándome de nuevo, según tu costumbre de aparecer de repente donde yo menos pensaba que ibas a estar. ¿A qué has venido ahora? ¿Por qué te has colocado precisamente aquí? Pues no estás junto a Aristófanes ni junto a ningún otro que sea divertido y quiera serlo, sino que te las has arreglado para ponerte al lado del más bello de los que están aquí dentro.
--Agatón --dijo entonces Sócrates--, mira a ver si me vas a defender, pues mi pasión por este hombre se me ha convertido en un asunto de no poca importancia. En efecto, desde aquella vez en que me enamoré de él, ya no me es posible ni echar una mirada ni conversar siquiera con un solo hombre bello sin que éste, teniendo celos y envidia de mí, haga cosas raras, me increpe y contenga las manos a duras penas. Mira, pues, no sea que haga algo también ahora; reconcílianos o, si intenta hacer algo violento, protégeme, pues yo tengo mucho miedo de su locura y de su pasión por el amante.
--En absoluto --dijo Alcibíades--, no hay reconciliación entre tú y yo. Pero ya me vengaré de ti por esto en otra ocasión. Ahora, Agatón --dijo--, dame algunas de esas cintas para coronar también ésta su admirable cabeza y para que no me reproche que te coroné a ti y que, en cambio, a él, que vence a todo el mundo en discursos, no sólo anteayer como tú, sino siempre, no le coroné.
Al mismo tiempo cogió algunas cintas, coronó a Sócrates y se acomodó. Y cuando se hubo reclinado dijo:
--Bien, caballeros. En verdad me parece que estáis sobrios y esto no se os puede permitir, sino que hay que beber, pues así lo hemos acordado. Por consiguiente, me elijo a mí mismo como presidente de la bebida, hasta que vosotros bebáis lo suficiente. Que me traigan, pues, Agatón, una copa grande, si hay alguna. O más bien, no hace ninguna falta. Trae, esclavo, aquella vasija de refrescar el vino --dijo--, al ver que contenía más de ocho cótilas.
Una vez llena, se la bebió de un trago, primero, él y, luego, ordenó llenarla para Sócrates, a la vez que decía:
--Ante Sócrates, señores, este truco no me sirve de nada, pues beberá cuanto se le pida y nunca se embriagará.
En cuanto hubo escanciado el esclavo, Sócrates se puso a beber. Entonces, Erixímaco dijo:
--¿Cómo lo hacemos, Alcibíades? ¿Así, sin decir ni cantar nada ante la copa, sino que vamos a beber simplemente como los sedientos?
--Erixímaco --dijo Alcibíades--, excelente hijo del mejor y más prudente padre, salud.
--También para ti, dijo Erixímaco, pero ¿qué vamos a hacer?
--Lo que tú ordenes, pues hay que obedecerte porque un médico equivale a muchos otros hombres. Manda, pues, lo que quieras.
--Escucha, entonces --dijo Erixímaco--. Antes de que tú entraras habíamos decidido que cada uno debía pronunciar por turno, de izquierda a derecha, un discurso sobre Eros lo más bello que pudiera y hacer su encomio. Todos los demás hemos hablado ya. Pero puesto que tú no has hablado y ya has bebido, es justo que hables y, una vez que hayas hablado, ordenes a Sócrates lo que quieras, y éste al de la derecha y así los demás.
--Dices bien, Erixímaco --dijo Alcibíades--, pero comparar el discurso de un hombre bebido con los discursos de hombres serenos no sería equitativo. Además, bienaventurado amigo, ¿te convence Sócrates en algo de lo que acaba de decir? ¿No sabes que es todo lo contrario de lo que decía? Efectivamente, si yo elogio en su presencia a algún otro, dios u hombre, que no sea él, no apartará de mí sus manos.
--¿No hablarás mejor? --dijo Sócrates.
--¡Por Poseidón! --exclamó Alcibíades--, no digas nada en contra, que yo no elogiaría a ningún otro estando tú presente.
--Pues bien, hazlo así --dijo Erixímaco--, si quieres. Elogia a Sócrates.
--¿Qué dices? --dijo Alcibíades. ¿Te parece bien, Erixímaco, que debo hacerlo? ¿Debo atacar a este hombre y vengarme delante de todos vosotros?
¡Eh, tú! --dijo Sócrates--, ¿qué tienes en la mente? ¿Elogiarme para ponerme en ridículo?, ¿o qué vas a hacer?
--Diré la verdad. Mira si me lo permites.
--Por supuesto --dijo Sócrates--, tratándose de la verdad, te permito y te invito a decirla.
--La diré inmediatamente --dijo Alcibíades--. Pero tú haz lo siguiente: si digo algo que no es verdad, interrúmpeme, si quieres, y di que estoy mintiendo, pues no falsearé a nada, al menos voluntariamente. Mas no te asombres si cuento mis recuerdos de manera confusa, ya que no es nada fácil para un hombre en este estado enumerar con facilidad y en orden tus rarezas.
A Sócrates, señores, yo intentaré elogiarlo de la siguiente manera: por medio de imágenes. Quizás él creerá que es para provocar la risa, pero la imagen tendrá por objeto la verdad, no la burla. Pues en mi opinión es lo más parecido a esos silenos existentes en los talleres de escultura, que fabrican los artesanos con siringas o flautas en la mano y que, cuando se abren en dos mitades, aparecen con estatuas de dioses en su interior. Y afirmo, además, que se parece al sátiro Marsias. Así, pues, que eres semejante a éstos, al menos en la forma, Sócrates, ni tú mismo podrás discutirlo, pero que también te pareces en lo demás, escúchalo a continuación. Eres un lujurioso. ¿O no? Si no estás de acuerdo, presentaré testigos. Pero, ¿que no eres flautista? Por supuesto, y mucho más extraordinario que Marsias. Éste, en efecto, encantaba a los hombres mediante instrumentos con el poder de su boca y aún hoy encanta al que interprete con la flauta sus melodías --pues las que interpretaba Olimpo digo que son de Marsias, su maestro--. En todo caso, sus melodías, ya las interprete un buen flautista o una flautista mediocre, son las únicas que hacen que uno quede poseso y revelan, por ser divinas, quiénes necesitan de los dioses y de los ritos de iniciación. Mas tú te diferencias de él sólo en que sin instrumentos, con tus meras palabras, haces lo mismo. De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a ninguno nos importa, por así decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les ocurre lo mismo. En cambio, al oír a Pericles y a otros buenos oradores, si bien pensaba que hablaban elocuentemente, no me ocurría, sin embargo, nada semejante, ni se alborotaba mi alma, ni se irritaba en la idea de que vivía como esclavo, mientras que por culpa de este Marsias, aquí presente, muchas veces me he encontrado, precisamente, en un estado tal que me parecía que no valía la pena vivir en las condiciones en que estoy. Y esto, Sócrates, no dirás que no es verdad. Incluso todavía ahora soy plenamente consciente de que si quisiera prestarle oído no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses. A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas, para no envejecer sentado aquí a su lado. Sólo ante él de entre todos los hombres he sentido lo que no se creería que hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer por el honor que me dispensa la multitud. Por consiguiente, me escapo de él y huyo, y cada vez que le veo me avergüenzo de lo que he reconocido. Y muchas veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con este hombre.
Tal es, pues, lo que yo y otros muchos hemos experimentado por las melodías de flauta de este sátiro. Pero oídme todavía cuán semejante es en otros aspectos a aquellos con quienes le comparé y qué extraordinario poder tiene, pues tened por cierto que ninguno de vosotros le conoce. Pero yo os lo describiré, puesto que he empezado. Veis, en efecto, que Sócrates está en disposición amorosa con los jóvenes bellos, que siempre está en torno suyo y se queda extasiado, y que, por otra parte, ignora todo y nada sabe, al menos por su apariencia. ¿No es esto propio de sileno? Totalmente, pues de ello está revestido por fuera, como un sileno esculpido, mas por dentro, una vez abierto, ¿de cuántas templanzas, compañeros de bebida, creéis que está lleno? Sabed que no le importa nada si alguien es bello, sino que lo desprecia como ninguno podría imaginar, ni si es rico, ni si tiene algún otro privilegio de los celebrados por la multitud. Por el contrario, considera que todas estas posesiones no valen nada y que nosotros no somos nada, os lo aseguro. Pasa toda su vida ironizando y bromeando con la gente; mas cuando se pone serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes de su interior. Yo, sin embargo, las he visto ya una vez y me parecieron que eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía que hacer sin más lo que Sócrates mandara. Y creyendo que estaba seriamente interesado por mi belleza pensé que era un encuentro feliz y que mi buena suerte era extraordinaria, en la idea de que me era posible, si complacía a Sócrates, oír todo cuanto él sabía. ¡Cuán tremendamente orgulloso, en efecto, estaba yo de mi belleza! Reflexionando, pues, sobre esto, aunque hasta entonces no solía estar solo con él sin acompañante, en esta ocasión, sin embargo, lo despedí y me quedé solo en su compañía. Preciso es ante vosotros decir toda la verdad; así, pues, prestad atención y, si miento, Sócrates, refútame. Me quedé, en efecto, señores, a solas con él y creí que al punto iba a decirme las cosas que en la soledad un amante diría a su amado; y estaba contento. Pero no sucedió absolutamente nada de esto, sino que tras dialogar conmigo como solía y pasar el día en mi compañía, se fue y me dejó. A continuación le invité a hacer gimnasia conmigo, y hacía gimnasia con él en la idea de que así iba a conseguir algo. Hizo gimnasia, en efecto, y luchó conmigo muchas veces sin que nadie estuviera presente. Y ¿qué debo decir? Pues que no logré nada. Puesto que de esta manera no alcanzaba en absoluto mi objetivo, me pareció que había que atacar a este hombre por la fuerza y no desistir, una vez que había puesto manos a la obra, sino que debía saber definitivamente cuál era la situación. Le invito, pues, a cenar conmigo, simplemente como un amante que tiende una trampa a su amado. Ni siquiera esto me lo aceptó al punto, pero de todos modos con el tiempo se dejó persuadir. Cuando vino por primera vez, nada más cenar quería marcharse y yo, por vergüenza, le dejé ir en esta ocasión. Pero volví atenderle la misma trampa y, después de cenar, mantuve la conversación hasta entrada la noche, y cuando quiso marcharse, alegando que era tarde, le forcé a quedarse. Se echó, pues, a descansar en el lecho contiguo al mío, en el que precisamente había cenado, y ningún otro dormía en la habitación salvo nosotros. Hasta esta parte de mi relato, en efecto, la cosa podría estar bien y contarse ante cualquiera, pero lo que sigue no me lo oiríais decir si, en primer lugar, según el dicho, el vino, sin niños y con niños, no fuera veraz y, en segundo lugar, porque me parece injusto no manifestar una muy brillante acción de Sócrates, cuando uno se ha embarcado a hacer su elogio. Además, también a mí me sucede lo que le pasa a quien ha sufrido una mordedura de víbora, pues dicen que el que ha experimentado esto alguna vez no quiere decir cómo fue a nadie, excepto a los que han sido mordidos también, en la idea de que sólo ellos comprenderán y perdonarán, si se atrevió a hacer y decir cualquier cosa bajo los efectos del dolor. Yo, pues, mordido por algo más doloroso y en la parte más dolorosa de las que uno podría ser mordido --pues es en el corazón, en el alma, o como haya que llamarlo, donde he sido herido y mordido por los discursos filosóficos, que se agarran más cruelmente que una víbora cuando se apoderan de un alma joven no mal dotada por naturaleza y la obligan a hacer y decir cualquier cosa-- y viendo, por otra parte, a los Fedros, Agatones, Erixímacos, Pausanias, Aristodemos y Aristófanes --¿y qué necesidad hay de mencionar al propio Sócrates y a todos los demás?; pues todos habéis participado de la locura y frenesí del filósofo-- por eso precisamente todos me vais a escuchar, ya que me perdonaréis por lo que entonces hice y por lo que ahora digo. En cambio, los criados y cualquier otro que sea profano y vulgar, poned ante vuestras orejas puertas muy grandes.
Pues bien, señores, cuando se hubo apagado la lámpara y los esclavos estaban fuera, me pareció que no debía andarme por las ramas ante él, sino decirle libremente lo que pensaba. Entonces le sacudí y le dije:
--Sócrates, ¿estás durmiendo?
--En absoluto --dijo él.
--¿Sabes lo que he decidido?
--¿Qué exactamente?, --dijo.
--Creo --dije yo-- que tú eres el único digno de convertirse en mi amante y me parece que vacilas en mencionármelo. Yo, en cambio, pienso lo siguiente: considero que es insensato no complacerte en esto como en cualquier otra cosa que necesites de mi patrimonio o de mis amigos. Para mí, en efecto, nada es más importante que el que yo llegue a ser lo mejor posible y creo que en esto ninguno puede serme colaborador más eficaz que tú. En consecuencia, yo me avergonzaría mucho más ante los sensatos por no complacer a un hombre tal, que ante la multitud de insensatos por haberlo hecho.
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Peter Paul Rubens ( Bélgica, 1577 - 1640): Simposio
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Cuando Sócrates oyó esto, muy irónicamente, según su estilo tan característico y usual, dijo:
--Querido Alcibíades, parece que realmente no eres un tonto, si efectivamente es verdad lo que dices de mí y hay en mí un poder por el cual tú podrías llegar a ser mejor. En tal caso, debes estar viendo en mí, supongo, una belleza irresistible y muy diferente a tu buen aspecto físico. Ahora bien, si intentas, al verla, compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no en poco piensas aventajarme, pues pretendes adquirir lo que es verdaderamente bello a cambio de lo que lo es sólo en apariencia, y de hecho te propones intercambiar «oro por bronce». Pero, mi feliz amigo, examínalo mejor, no sea que te pase desapercibido que no soy nada. La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza a ver agudamente cuando la de los ojos comienza a perder su fuerza, y tú todavía estás lejos de eso.
Y yo, al oírle, dije:
--En lo que a mí se refiere, ésos son mis sentimientos y no se ha dicho nada de distinta manera a como pienso. Siendo ello así, delibera tú mismo lo que consideres mejor para ti y para mí.
--En esto, ciertamente, tienes razón --dijo--. En el futuro, pues, deliberaremos y haremos lo que a los dos nos parezca lo mejor en éstas y en las otras cosas.
Después de oír y decir esto y tras haber disparado, por así decir, mis dardos, yo pensé, en efecto, que lo había herido. Me levanté, pues, sin dejarle decir ya nada, lo envolví con mi manto --pues era invierno--, me eché debajo del viejo capote de ese viejo hombre, aquí presente, y ciñendo con mis brazos a este ser verdaderamente divino y maravilloso estuve así tendido toda la noche. En esto tampoco, Sócrates, dirás que miento. Pero, a pesar de hacer yo todo eso, él salió completamente victorioso, me despreció, se burló de mi belleza y me afrentó; y eso que en este tema, al menos, creía yo que era algo, ¡oh jueces! --pues jueces sois de la arrogancia de Sócrates--. Así, pues, sabed bien, por los dioses y por las diosas, que me levanté después de haber dormido con Sócrates no de otra manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano mayor.
Después de esto, ¿qué sentimientos creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado, y admirando, por otro, la naturaleza de este hombre, su templanza y su valentía, ya que en prudencia y firmeza había tropezado con un hombre tal como yo no hubiera pensado que iba a encontrar jamás? De modo que ni tenía por qué irritarme y privarme de su compañía, ni encontraba la manera de cómo podría conquistármelo. Pues sabía bien que en cuanto al dinero era por todos lados mucho más invulnerable que Ayante al hierro, mientras que con lo único que pensaba que iba a ser conquistado se me había escapado. Así, pues, estaba desconcertado y deambulaba de acá para allá esclavizado por este hombre como ninguno lo había sido por nadie. Todas estas cosas, en efecto, me habían sucedido antes; mas luego hicimos juntos la expedición contra Potidea y allí éramos compañeros de mesa. Pues bien, en primer lugar, en las fatigas era superior no sólo a mí, sino también a todos los demás. Cada vez que nos veíamos obligados a no comer por estar aislados en algún lugar, como suele ocurrir en campaña, los demás no eran nada en cuanto a resistencia. En cambio, en las comidas abundantes sólo él era capaz de disfrutar, y especialmente en beber, aunque no quería, cuando era obligado a hacerlo vencía a todos; y lo que es más asombroso de todo: ningún hombre ha visto jamás a Sócrates borracho. De esto, en efecto, me parece que pronto tendréis la prueba. Por otra parte, en relación con los rigores del invierno --pues los inviernos allí son terribles--, hizo siempre cosas dignas de admiración, pero especialmente en una ocasión en que hubo la más terrible helada y mientras todos, o no salían del interior de sus tiendas o, si salía alguno, iban vestidos con las prendas más raras, con los pies calzados y envueltos con fieltro y pieles de cordero, él, en cambio, en estas circunstancias, salió con el mismo manto que solía llevar siempre y marchaba descalzo sobre el hielo con más soltura que los demás calzados, y los soldados le miraban de reojo creyendo que los desafiaba. Esto, ciertamente, fue así; pero qué hizo de nuevo y soportó el animoso varón allí, en cierta ocasión, durante la campaña, es digno de oírse. En efecto, habiéndose concentrado en algo, permaneció de pie en el mismo lugar desde la aurora meditándolo, y puesto que no le encontraba la solución no desistía, sino que continuaba de pie investigando. Era ya mediodía y los hombres se habían percatado y, asombrados, se decían unos a otros:
--Sócrates está de pie desde el amanecer meditando algo.
Finalmente, cuando llegó la tarde, unos jonios, después de cenar --y como era entonces verano--, sacaron fuera sus petates, y a la vez que dormían al fresco le observaban por ver si también durante la noche seguía estando de pie. Y estuvo de pie hasta que llegó la aurora y salió el sol. Luego, tras hacer su plegaria al Sol dejó el lugar y se fue. Y ahora, si queréis, veamos su comportamiento en las batallas, pues es justo concederle también este tributo. Efectivamente, cuando tuvo lugar la batalla por la que los generales me concedieron también a mí el premio al valor, ningún otro hombre me salvó sino éste, que no quería abandonarme herido y así salvó a la vez mis armas y a mí mismo. Y yo, Sócrates, también entonces pedía a los generales que te concedieran a ti el premio, y esto ni me lo reprocharás ni dirás que miento. Pero como los generales reparasen en mi reputación y quisieran darme el premio a mí, tú mismo estuviste más resuelto que ellos a que lo recibiera yo y no tú. Todavía en otra ocasión, señores, valió la pena contemplar a Sócrates, cuando el ejército huía de Delión en retirada. Se daba la circunstancia de que yo estaba como jinete y él con la armadura de hoplita. Dispersados ya nuestros hombres, él y Laques se retiraban juntos. Entonces yo me tropiezo casualmente con ellos y, en cuanto los veo, les exhorto a tener ánimo, diciéndoles que no los abandonaría. En esta ocasión, precisamente, pude contemplar a Sócrates mejor que en Potidea, pues por estar a caballo yo tenía menos miedo. En primer lugar, ¡cuánto aventajaba a Laques en dominio de sí mismo! En segundo lugar, me parecía, Aristófanes, por citar tu propia expresión, que también allí como aquí marchaba «pavoneándose y girando los ojos de lado a lado», observando tranquilamente a amigos y enemigos y haciendo ver a todo el mundo, incluso desde muy lejos, que si alguno tocaba a este hombre, se defendería muy enérgicamente. Por esto se retiraban seguros él y su compañero, pues, por lo general, a los que tienen tal disposición en la guerra ni siquiera los tocan y sólo persiguen a los que huyen en desorden.
Es cierto que en otras muchas y admirables cosas podría uno elogiar a Sócrates. Sin embargo, si bien a propósito de sus otras actividades tal vez podría decirse lo mismo de otra persona, el no ser semejante a ningún hombre, ni de los antiguos, ni de los actuales, en cambio, es digno de total admiración. Como fue Aquiles, en efecto, se podría comparar a Brásidas y a otros, y, a su vez, como Pericles a Néstor y a Antenor --y hay también otros--; y de la misma manera se podría comparar también a los demás. Pero como es este hombre, aquí presente, en originalidad, tanto él personalmente como sus discursos, ni siquiera remotamente se encontrará alguno, por más que se le busque, ni entre los de ahora, ni entre los antiguos, a menos tal vez que se le compare, a él y a sus discursos, con los que he dicho: no con ningún hombre, sino con los silenos y sátiros.
Porque, efectivamente, y esto lo omití al principio, también sus discursos son muy semejantes a los silenos que se abren. Pues si uno se decidiera a oír los discursos de Sócrates, al principio podrían parecer totalmente ridículos. ¡Tales son las palabras y expresiones con que están revestidos por fuera, la piel, por así decir, de un sátiro insolente! Habla, en efecto, de burros de carga, de herreros, de zapateros y curtidores, y siempre parece decir lo mismo con las mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos. Pero si uno los ve cuando están abiertos y penetra en ellos, encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por dentro; en segundo lugar, que son los más divinos, que tienen en sí mismos el mayor número de imágenes de virtud y que abarcan la mayor cantidad de temas, o más bien, todo cuanto le conviene examinar al que piensa llegar a ser noble y bueno
Esto es, señores, lo que yo elogio en Sócrates, y mezclando a la vez lo que le reprocho os he referido las ofensas que me hizo. Sin embargo, no las ha hecho sólo a mí, sino también a Cármides, el hijo de Glaucón, a Eutidemo, el hijo de Diocles, y a muchísimos otros, a quienes él engaña entregándose como amante, mientras que luego resulta, más bien, amado en lugar de amante. Lo cual también a ti te digo, Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre, sino que, instruido por nuestra experiencia, tengas precaución y no aprendas, según el refrán, como un necio, por experiencia propia.
Al decir esto Alcibíades, se produjo una risa general por su franqueza, puesto que parecía estar enamorado todavía de Sócrates.
--Me parece, Alcibíades --dijo entonces Sócrates--, que estás sereno, pues de otro modo no hubieras intentando jamás, disfrazando tus intenciones tan ingeniosamente, ocultar la razón por la que has dicho todo eso y lo has colocado ostensiblemente como una consideración accesoria al final de tu discurso, como si no hubieras dicho todo para enemistarnos a mí y a Agatón, al pensar que yo debo amarte a ti y a ningún otro, y Agatón ser amado por ti y por nadie más. Pero no me has pasado desapercibido, sino que ese drama tuyo satírico y silénico está perfectamente claro. Así, pues, querido Agatón, que no gane nada con él y arréglatelas para que nadie nos enemiste a mí y a ti.
--En efecto, Sócrates --dijo Agatón--, puede que tengas razón. Y sospecho también que se sentó en medio de ti y de mí para mantenernos aparte. Pero no conseguirá nada, pues yo voy a sentarme junto a ti.
--Muy bien --dijo Sócrates--, siéntate aquí, junto a mí.
--¡Oh Zeus! --exclamó Alcibíades--, ¡cómo soy tratado una vez más por este hombre! Cree que tiene que ser superior a mí en todo. Pero, si no otra cosa, admirable hombre, permite, al menos, que Agatón se eche en medio de nosotros.
--Imposible --dijo Sócrates--, pues tú has hecho ya mi elogio y es preciso que yo a mi vez elogie al que está a mi derecha. Por tanto, si Agatón se sienta a continuación tuya, ¿no me elogiará de nuevo, en lugar de ser elogiado, más bien, por mí? Déjalo, pues, divino amigo, y no tengas celos del muchacho por ser elogiado por mí, ya que, por lo demás, tengo muchos deseos de encomiarlo.
--¡Bravo, bravo! --dijo Agatón--. Ahora, Alcibíades, no puedo de ningún modo permanecer aquí, sino que a la fuerza debo cambiar de sitio para ser elogiado por Sócrates.
--Esto es justamente, dijo Alcibíades, lo que suele ocurrir: siempre que Sócrates está presente, a ningún otro le es posible participar de la compañía de los jóvenes bellos. ¡Con qué facilidad ha encontrado ahora también una razón convincente para que éste se siente a su lado! (...)
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Platón: Banquete